martes, 31 de agosto de 2010

En la esquina de la calle XXXX con YYYY hay un semáforo donde casi siempre podemos encontrarnos con un singular mendigo. Es un tipo algo rechoncho, con barba hirsuta y pelo rizado. Con el clásico toque mugriento y risueño que tienen algunos vagabundos que les vuelve entrañables. Solía pedir con una taza de latón y una muleta para exagerar su dudosa cojera a los coches detenidos en el semáforo que hay allí. Y digo solía, porque hace un par de meses sucedió algo curioso.

El vagabundo en cuestión, que siempre me saluda porque me reconoce de tanto pasar por allí (me hace un graciosísimo saludo militar que a veces consigue que le dé una moneda), se encontraba sentado en el suelo junto con otro congénere hablando de cosas de mendigos. Se trataba de un sujeto alargado y excesivamente delgado, mucho más sucio y menos amigable.

Pues bien: desde ese día, el vagabundo entrañable no ha vuelto a pedir en esa esquina. Me encuentro, eso sí, con el sujeto hostil, alargado y delgadísimo pidiendo con la misma lata de latón, y ayudándose con la misma muleta para demostrarnos su cojera terminal.

Todo esto, naturalmente, hace que me plantee una cuestión: ¿Gana más un mendigo que finge una cojera que el español medio que simula trabajar, y es por eso que ha podido jubilarse antes de tiempo?

En realidad, después de pasarme el verano leyendo historias de Poirot, mi espíritu detectivesco clama por desvelar algún misterio, y por alguna razón una pregunta ronda una y otra vez en mi cerebro: ¿Quién es el que “organiza” a estos mendigos?