viernes, 22 de enero de 2010

Alucinaciones paranoides (3)

Si hay algo innegable en mi oficio es lo siguiente: no me pagan por matarme a trabajar, no. Me pagan por los insufribles madrugones diarios y por que mis jefes tienen el permiso oficial del estado para fastidiarme. Y claro, la gente que hace jornada laboral de nueve de la mañana a seis de la tarde con un parón para comer de dos horas, mas un rato a media mañana para desayunar, no comprende que yo esté cansado a las cuatro de la tarde. No lo pueden permitir; de hecho es una falta de respeto que yo me queje de agotamiento a las cuatro, mientras ellos aún tienen que trabajar hasta las seis. Ahora, si les intentas explicar que a las cuatro de la tarde tu ya llevas diez horas despierto y dejándote mangonear por cualquier pelele jerárquicamente superior a ti, mientras que ellos solo llevan cuatro horas trabajadas y el resto de descanso, no quieren ni escucharlo.

Por eso, hoy, un día normal a las cuatro de la tarde más o menos, salía del metro cabizbajo y ojeroso. Había tres tipos de aspecto sucio y sospechoso en la calle, y cuando vi que me los iba a cruzar, sabía de antemano lo que por fuerza tenía que suceder.

“Me miraron con ojos ladinos e intercambiaron unos susurros. Y después el más alto de ellos, gordo y de aspecto simiesco, se me acercó y me quitó las gafas.

-Dame la cartera, o me cargo tus lupas.- dijo él, muy chabacano.

Antes de poder darme cuenta de lo que hacía, ya había saltado sobre él con el odio mas sincero, gritando como un loco, y con los ojos bien abiertos y serenos. Caímos al suelo y rodamos ante la mirada expectante de sus dos amigos, que no se esperaban que fuese yo quien quedase encima. Mi mano izquierda sujetaba su cara contra el suelo mientras que mi puño derecho bajaba como un martillo. El crujido espantoso de su mandíbula al romperse hizo que un escalofrío me recorriera la espalda. Le había roto la mayoría de sus dientes, y aún intentaba no tragárselos cuando comencé a meterle los dedos por la garganta. Me molía las costillas a golpes mientras que yo seguía empujando hacia adentro. Cuando paró, asfixiado y sanguinolento, levanté la cabeza para mirar a sus dos amigos. Se habían esfumado, presas del pánico.”

Pasé ante ellos, tranquilo y despacito, mientras que se entretenían con sus bromas. No me hicieron mas caso que el que le hubieran hecho a un insecto, y yo proseguí mi camino hacia mi casa, preguntándome que habría de comer.

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