A veces tengo miedo de que nuestro coche vaya lo suficientemente rápido como para estrellarse. A veces me imagino no mejorando mi empleo y a ti con un trabajo estupendo, tan bien colocada que te avergüences de mí, porque me aterra no dar la talla o no ser lo suficientemente bueno. En esas ocasiones pienso que el día que no esté a la altura, podría derrumbarme tanto que tú no quieras ni intentar tirar de mí, y es entonces cuando me doy cuenta de que ese es mi mayor miedo.
Me he embarcado en algo muy grande, y muy duradero. Quizá en lo más complicado que haya hecho nunca, y aunque sé que lo estoy haciendo bien y que debería sentirme afortunado, a veces se hace difícil. Muy poquitas veces me pasa que soy incapaz de ver nada bueno en lo que hago, y en esas ocasiones me asusto como un cachorrito. Pero entonces me doy cuenta de que ese no soy yo, y me enfado. Yo no soy el cachorro que se queda al amparo de la madre en la madriguera, yo soy aquel que sale al exterior por su propia cuenta. Y después me invade una especie de euforia difícil de explicar que me hace sentirme a un paso de saltar al vacío, sabiendo que voy a avanzar pase lo que pase, y que voy a soportar la caída. Y que voy a levantarme y a seguir el camino que he elegido hasta el final, me lleve a dónde me lleve. Y ya no me importa a qué velocidad vaya el coche, ni lo dura que sea la carretera, porque sé que siempre vas a ser mi copiloto.